Otro domingo más / Virginia Bersabé

 


La trayectoria artística de Virginia Bersabé (Córdoba, 1990), desarrollada durante la última década, ha seguido una línea ascendente, tanto por el reconocimiento como por la maduración conceptual y el compromiso de su propuesta. Licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Sevilla, su obra ha podido ser contemplada en espacios como el CAC de Málaga, la Fundación Valentín de Madariaga de Sevilla o el MEAM de Barcelona, donde formó parte de la muestra Mujeres artistas hoy (2018). Además de en diferentes puntos de la geografía española, ha expuesto en Argel, París y Los Ángeles (California). Piezas suyas están en colecciones de instituciones como la Universidad de Sevilla; la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores (Córdoba), donde estuvo de residente durante el curso 2014-15; el Vaticano o la Birla Academy of Art and Culture (Calcuta, India). Recientemente, la Diputación de Huelva le ha concedido la Beca Daniel Vázquez Díaz, reconocimiento que se suma a otros como el Premio de Artes Plásticas de Andalucía ‘Canal Sur–El Público’. También ha recibido el respaldo del Ministerio de Cultura para documentar su trabajo en diferentes cortijos andaluces, un proyecto que comenzó hace diez años.

La figura de la mujer mayor –su memoria e identidad– es el eje que vertebra su obra más reciente. Una temática, con suficiente peso emotivo, que es tratada con suma naturalidad; porque nada en Virginia parece forzado, como transmite en este encuentro que tuvimos al terminar la pintura mural que ha realizado en el montalbeño Paseo del Oeste.

¿Qué sensaciones recibes al pintar en la calle?

Es un dialogo muy diferente al estudio, donde soy yo, a solas con el lienzo, la que se enfrenta y tiene el dialogo. En la calle está la visita del vecino, la vecina de arriba, el de al lado o el que pasa con el coche. Eso me inyecta mucha energía a la hora de trabajar. No me molesta que estén detrás mirando, que me interrumpan o pregunten; ya que creo que forma parte de la realización de una pintura mural en la calle. El que venga sin querer que le interrumpan, ni tener esa sinergia con el barrio, creo que no lo entiende bien.

¿Cómo logras abstraerte del runrún de la calle y de ciertos comentarios para poder meterte en el trabajo?

Creo que tengo bastante facilidad. Tanto a la hora de conectar con la pintura como para desconectar cuando tengo que hablar con alguien. Además, suelo limpiar bien los comentarios que me interesan y los que no. Pasa igual en el estudio, donde también te llegan comentarios, aunque sea de otra manera. Para eso sí que ordeno bastante bien mi cabeza.

Este modo de hacer, que tiene un componente físico, puede dejar de lado esa imagen idealizada del trabajo del artista. ¿Qué impresión crees que causa?

Al llegar a un espacio expositivo, la obra ya está hecha, y no se sabe cómo ha sido el proceso. Así que todo esto tiene un punto muy importante, y más aún cuando se realiza en un pueblo. No sé si es por el aspecto cultural o por el hecho de verte trabajar; pero, cuando hay una mirada muy cerrada, es muy interesante ver, además de que voy a dejar una pintura que seguirá con ellos, cómo la convivencia cambia el pensamiento de esas personas; sobre todo, hablando claro, de los hombres que no entienden que es un trabajo ni cómo puedes pintar algo tan grande. En Montalbán estoy a ras del suelo, ayudándome con una pértiga, pero en otros lugares trabajo en una grúa o plataforma; y es interesante cuando te ven ahí subida, manejándola tú sola, y enfrentándote a bastantes metros cuadrados de pintura. Por otro lado, cuando me ven las niñas y niños, pienso que es una forma de dejar semillitas para el futuro.

Tu contacto con otras culturas, como cuando estuviste trabajando en el Sáhara Occidental o la India, te ha hecho observar el culto familiar a las personas mayores. ¿Crees que eso es algo que todavía se percibe en nuestros pueblos?

Yo lo he sentido así. Sobre todo, cuando pasan las mujeres y hablan de sus abuelas y madres. Incluso la gente más joven enlaza, enseguida, esa poética visual con su abuela y con su infancia. Afortunadamente, eso está todavía anclado al cien por cien a la vida de los pueblos. Ese patrimonio humano, que todavía está ahí, es algo que tenemos que proteger.

Es muy descriptivo lo que concretas como protección del patrimonio humano. ¿Es lo que te planteas cuando pintas a estas mujeres?

Diría que es uno de los objetivos principales de mi trabajo. He vivido ese respeto a la mujer con mi abuela. Unos valores, inculcados por ella, en una familia que es muy matriarcal. Es un diálogo intergeneracional que hay que rescatar, porque, cuando hablo con amigos, creo que va quedando muy poco. Es ese valor el quiero mantener a través de mi trabajo, como imagen de culto, de divinidad. Dicen que cuando muere una persona mayor es como si se quemara una biblioteca… Y yo lo siento así.

Debe ser muy intenso el vínculo que estableces con estas mujeres. ¿Cómo logras tomar la suficiente distancia emocional para afrontar la obra?

No es fácil, porque tengo corazón y estómago. Hay distintos tiempos en un trabajo que es conmigo misma. Hay un periodo de digestión, llamémosle así, de esas vivencias con las modelos y las familias. Una maceración de toda la información, entendiendo qué he vivido con ellas. Después de todas esas sensaciones, viene un proceso en el que voy viendo cómo traduzco todo eso en pintura. Esto es algo que no solo sucede en el estudio, sino que también pasa con los murales, donde el diálogo con el espectador, que va a convivir con la pintura, es de otra manera. Ahí también tengo que cuadrar cómo compongo y a qué dimensiones me lo llevo.

Además de la relación con tu abuela, está el trabajo de tu madre en una residencia de mayores. ¿Es la experiencia cercana la que más te ha motivado?  

Mi madre siguió alimentando mi trabajo. Ya conocía la vida de mis abuelas, sus vecinas, las abuelas de mis amigos… Pero en la residencia empecé a verlo de otra manera. Allí ves al que está solo; al que tiene muchos hijos, pero que no pueden hacerse cargo cuando hay enfermedades de por medio; al que elige la soledad por voluntad propia... También hubo un punto de inflexión cuando empecé a trabajar con el alzhéimer, al unir esa memoria con la memoria de la propia persona.

La memoria de los que pierden memoria…

No es solo la memoria de la persona con la que estoy trabajando. También están las historias con mi abuela: lo que ella me contaba de su infancia, su propio libro vital o la memoria de la sociedad en la que estaba. Al mismo tiempo, vas viendo que esa sociedad se olvida de esas personas mayores. Hay dos juegos ahí. Y el tercero que entra en discordia sería el alzhéimer.

En cierto modo, como la labor de cualquier cuidadora, realizas un trabajo de dignificación con estas mujeres. ¿Tú lo sientes así?

Yo quiero hacerlo, pero no sé si se percibe así. Quiero tratar el tema con la dignidad que merece, y la forma que tengo para hacerlo es a través de lo plástico. Incluso disfrutándolo a través de la pintura: cómo la deposito, cómo compongo, qué colores utilizo, cómo lo cuento… Muchas veces son imágenes muy duras, pero hay diferentes formas de contarlo; y, entre esas formas, aprovecho la más adecuada para dignificarlas.

Personalmente, al ver tu obra, me parece sobrecogedor la manera en la que presentas la piel de estas mujeres. ¿Qué significado le das?

Entré a la piel de una manera muy amorosa. Mi abuela se fue desnudando para mí. Conforme lo hacía, fui descubriendo que todo lo que ella me contaba residía en su piel. A nivel plástico, iba haciendo uniones que me hacían entender lo que ella me contaba, como su vida en el campo, cuidando ganado o limpiando en casas de señoritos. Con ese amor mutuo, fui viendo cómo la piel capta toda esa memoria. Después he tenido otras modelos, y me he encontrado muy cómoda. No es una comodidad a nivel plástico, porque suelo trabajar al borde del abismo, pero sí he sentido mucha curiosidad para investigar. Vas viendo cómo, con el paso del tiempo, la piel se vuelve muy frágil. Con cualquier roce mínimo se deteriora, se decolora o salen mil colores. También es muy suave.

Hay un paralelismo entre la piel que testimonia el paso del tiempo y esos cortijos abandonados en los que vienes realizando algunas de tus obras.  

Ahí entran en juego muchas cosas. Voy para documentarme. Para familiarizarme con el lugar, la geografía de la zona y el propio muro. Luego, en el estudio, adapto la imagen al soporte, teniendo en cuenta si hay ventanas, ladrillos, cal... Cuando vuelvo, sola ante el muro, comienzo a pintar; y veo cómo va respondiendo, porque a veces se cae cuando está medio terminado, no permite pintar o no chupa demasiada pintura. Esa carga de adrenalina me gusta mucho.

Tu trabajo te va llevando por muchos lugares, pasando largas temporadas fuera de Écija. ¿Qué valor tiene para ti el regreso?

Es importante volver al inicio. No sé muy bien por qué, pero, cuando necesito recargar energía y desconectar un poco de la velocidad del día a día, regreso a casa, a Écija. Allí vuelvo a caminar entre los olivos, a esos momentos de estar en soledad o en familia. Estar en mi casa por un tiempo me hace poner los pies en el suelo, recordar el lugar del que vengo y saber que eso es lo que tengo que defender. En París estoy muy bien, pero, cuando llevo allí tres meses, necesito respirar en casa.

































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